Un enigma hecho música

Grand Piano, de Eugenio Mira (2013).





Acudir a la proyección de la película sin conocer el argumento previamente es lo mejor que uno puede hacer, si aún no ha sido invadido por tráilers y reseñas cinematográficas. 

La película gira en torno a un enigma que no vamos a descifrar, pero que es lo que mueve toda la trama. El largometraje transcurre enteramente en un concierto de piano a manos de un joven pianista, Tom Selznick (Elijah Wood), que es uno de los músicos más brillantes de su época y fue instruido por un gran maestro al que se le dedica dicho concierto. En esos 90 minutos de largometraje, la tensión y el ritmo del montaje y de la música mantienen al espectador pegado a la butaca. 
La puesta en escena es muy clásica y desborda por la elegancia y el brillo de las imágenes, si bien a veces el director decide experimentar utilizando el recurso de la pantalla partida, los planos aberrantes y el rotar la cámara 90º respecto al eje horizontal, aportándole a esta original película un original punto de vista.
La música que en gran medida es diegética ya que procede del mismo concierto, pero acompaña a la acción de forma extradiegética, incrementa el nerviosismo y el estrés a cada momento, dotando a la película de un tempo muy rápido y dinámico.






Es una apuesta muy sencilla, sí, ya que no hay más trama que la del propio concierto y el consiguiente misterio como macguffin -que no, no revelaremos-, pero es precisamente el aprovechamiento de todos los demás recursos lo que consigue una película completa y en absoluto gratuita, todo está debidamente justificado y se rellena de información hasta el último hueco de la narración. Por otro lado, Elijah Wood se muestra muy suelto en este filme, lo que hace fácil el identificarse con él y sentir su nerviosismo, su sudor frío en la nuca, seguir sus pasos a donde quiera que va.

Eugenio Mira toma una idea simple y la transforma en algo grande y que funciona, en una sucesión de hechos que va in crescendo, tal y como paralelamente los acompaña la maravillosa música de este filme.


Andrea Dorantes




Una novia para cinco hermanos

De nuevo contamos con nuestro colaborador Rafael Almena, esta vez en la reseña de la
nueva película de Sánchez Arévalo.

¡Disfruten!



La gran familia española (2013) es la cuarta película de Daniel Sánchez Arévalo, uno de los mejores directores/escritores del cine español actual. Debutó con un exitazo como AzulOscuroCasiNegro; siguió con Gordos, excesiva en todos los aspectos y hasta ahora la más floja; y más tarde llegó Primos, buenísima comedia con un gran Raúl Arévalo.

Su última película comparte la misma temática que toda su obra anterior y que se explicita en el título: la familia. La familia auténtica, la que muchas veces da más disgustos que alegrías. La historia trata sobre la boda del benjamín de una familia de cinco hermanos el mismo día en que se celebra la final del mundial en la que juega la selección nacional. Esto no es más que una anécdota, puesto que el argumento poco incide en ello. En mitad de la ceremonia, el padre sufre un ataque cardíaco, por lo que todo se paraliza; mientras esperan a que se recupere, los hermanos intentarán resolver los problemas a los que tienen que hacer frente.



Todo el reparto realiza una gran labor, si bien el que se queda algo corto es Patrick Criado, que interpreta al novio, al que parece faltarle algo que al resto de actores les sobra: naturalidad. Es preciso destacar la actuación de Antonio de la Torre, que  bien podría hacer de figurante porque siempre dota de espontaneidad y cercanía a cualquiera de sus personajes, consiguiendo un gran equilibrio en su interpretación que hace reír y llorar a partes iguales, al igual que sobresale Roberto Álamo, que realiza el papel de un deficiente mental que podría haberse quedado en la parodia, y que por el contrario, resuelve la papeleta haciéndose con uno de los personajes más entrañables de la cinta.
Respecto al trabajo de Sánchez Arévalo, hay que señalar lo difícil que es contar de manera cómica un drama tan gordo, ya que el hecho de que al padre le dé un ataque el día que se casa el hermano (¡de 18 años!) porque ha dejado embarazada a su novia, puede ser algo increíble en cuanto a la cercanía con la que se suceden los hechos, pero no por ello es algo para tomárselo a broma. La historia se hace ligera y es creíble hasta una de las escenas del final, que podría parecer demasiado peliculera, pero al fin y al cabo se trata de una película, y si contase una trama idéntica a la vida real , quizá acabaría por ser demasiado aburrida.
Aún así, es una suerte que en nuestro país se hagan películas tan amenas y divertidas, y que al mismo tiempo, inviten a la reflexión como en este filme de Sánchez Arévalo. Yo ya espero impaciente la próxima película de este gran, gran director.
Rafael Almena




Sobre la piel.

Hoy estamos de suerte y tenemos a Jorge Domingo colaborando con nosotros en la crítica de La vie d'Adèle de Abdellatif Kechiche (2013). 
¡Esperamos que os guste!






Me falta algo en el corazón”, afirma la protagonista de La vie de Marianne con la voz de uno de los compañeros de la clase de literatura de Adèle. Sin embargo, no es al lector a quien muestra la cámara mientras se oye esta frase, si no a la propia Adèle (Adèle Exarchopoulos), una joven estudiante de familia obrera que dice tener la impresión de fingir en sus relaciones amorosas y sexuales. También a ella parece faltarle algo en el corazón. La vie d’Adèle, quinto largometraje del realizador tunecino Abdellatif Kechiche, se plantea como una historia de iniciación y aprendizaje, como una búsqueda de ese algo del que habla Marivaux que no se sabe si se encuentra fuera o dentro de uno mismo. Adèle parece atisbarlo en una chica con el pelo azul que, literalmente, se cruza en su camino: Emma (Léa Seydoux), con la que, poco a poco, conversación a conversación, iniciará una intensa relación amorosa.

Esta trama aparentemente tan simple es sólo la base de una película que no se queda en lo superficial y que profundiza en los aspectos más sensoriales y plásticos. Si bien es verdad que la historia refleja las realidades cotidianas de dos tipos de familia francesa, 
-contrapuestas en las escenas de cenas familiares- y que muestra un contexto social específico de manifestaciones por la educación pública y desfiles del orgullo gay, también es cierto que la narración parece suspenderse con frecuencia para recrearse en lo meramente estético. El naturalismo más obsceno se mezcla así con el lirismo más sobrecogedor.




Uno de los mayores logros de la cinta -si no el mayor- es la expresión de la fisicidad, conseguida a través de abundantes primeros planos de las dos protagonistas y posibles gracias a una entrega total de las actrices. Adèle Exarchopoulos llena la pantalla con su fuerza e hipnotiza al espectador con su boca entreabierta, sus movimientos seguros, su forma desordenada y casi agresiva de recogerse el pelo y su mirada directa que transmite verdad. Son especialmente impactantes las secuencias en las que un primerísimo plano nos muestra la boca de Adèle mientras engulle espaguetis, o mientras duerme profundamente, que funcionan tan bien gracias, en gran parte, a la utilización del sonido. Estos primeros planos muestran no sólo los rostros de las actrices, a través de los que podemos ver “lo que el amor hace en el rostro de Adèle” en palabras del director, sino también elementos mucho más corporales y sensuales como sus nalgas o incluso sus axilas. Además, el director no tiene ningún escrúpulo en mostrar las lágrimas, mocos y babas de las actrices que añaden realismo a la representación y, lejos de asquear al público, aumentan su implicación en la escena generando vínculos viscerales e incluso eróticos entre ambos. Resulta fascinante cómo Kechiche consigue implicar y dirigirse a todos y cada uno de los sentidos del espectador y hacerlos reaccionar frente a esta representación que desborda la pantalla. La vista a través de los primeros planos y la muy cuidada fotografía que juega con los tonos azules y amarillentos (como lo hace el cómic en el que está “libremente basada” la película, El azul es un color cálido de Julie Maroh), así como de la selección de actrices y actores. El oído a través de los sonidos amplificados de los personajes masticando, tragando, gimiendo, sorbiendo mocos, o incluso respirando, o de la fricción entre sus cuerpos; que se relacionan directamente con el apetito. El tacto se implica indirectamente a través de las combinaciones entre imagen y sonido en las escenas más íntimas, por medio de planos detalle de partes de sus cuerpos y de movimientos ondulantes y sensuales que siguen la “mecánica del cuerpo”. Incluso el olfato está ligeramente presente en la escena en la que las compañeras de Adèle la presionan para que les cuente cómo fue el sexo con Thomas asegurando que “se nota el olor de que ha follado desde aquí”, todo a pesar de que no ocurrió nada. Todos los sentidos están cubiertos y confirman que, como afirmaba Exarchopoulos, “La vie d’Adèle es una película sobre la piel”.




La mezcla entre naturalismo y lirismo ya mencionada se hace obvia en las abundantes y prolongadas escenas de sexo, muy discutidas tanto por la crítica como por el público, pero profundamente necesarias. La duración y explicitud del sexo entre las dos protagonistas no es en absoluto casual y arbitraria, sino que responde a motivos formales, narrativos y morales. Formales ya que se muestra una escena de gran belleza y verdad, que el realizador quería que “recordase a pinturas”. Por esta afirmación Kechiche ha sido muy criticado al dar a entender que quería mostrar una representación clásica y desde un punto de vista masculino del sexo entre dos mujeres y del cuerpo femenino, como en las esculturas y pinturas de la exposición que Adèle y Emma van a ver en la película. Sin embargo, el director no especifica a qué pinturas se refiere, dado que posteriormente en la cinta se mencionará la obra de Schiele, más cercana al estilo del metraje, de cuerpos mezclados que “se tocan y se respiran”. El sexo es también narrativo ya que se produce en tres situaciones distintas, en tres momentos diferentes de la evolución de la relación, aportando distintos significados en cada uno. Pero, por encima de todo, el sexo adquiere una dimensión moral, de provocación, de reivindicación del desnudo, del cuerpo y de la vida. Kechiche destapa los cuerpos para expresar una ideología, para obligar al espectador a aceptar a los demás pero sobre todo a aceptarse a sí mismo.



A raíz, sobre todo, de escenas como éstas, una creciente polémica ha ido rodeando a la película ganadora de la Palme d’Or de Cannes 2013 (concedida excepcionalmente no solo al director si no también a las dos actrices protagonistas en reconocimiento por su trabajo). Tras el rodaje, las actrices declararon que no les gustaría volver a trabajar con Kechiche debido a la intensidad de sus -cuestionables- métodos de dirección de actores, invasivos y desgastadores. El hecho es que el resultado es de una veracidad y de un realismo de sentimientos tan sorprendentes que, probablemente, solo podrían haberse conseguido a través del trabajo duro y el desarrollo constante del personaje, que permitió que algunas escenas fueran escritas sobre la marcha basándose en las improvisaciones de las actrices. La película ha sido criticada también por “mostrar una visión masculina de la relación entre dos mujeres”, con argumentos como los ya expuestos relacionados con las pinturas, y otros que dicen que la cámara se recrea innecesariamente en la desnudez de Adèle, o que las escenas de sexo parecen no haber sido supervisadas por una lesbiana. Sin embargo no parecen apreciarse estos matices en una película en la que todo se encuentra subordinado a la expresión de la sensualidad más palpable. Una sensualidad que no entiende de sexos. 


La vie d’Adèle se consolida como un primer paso hacia la representación libre del amor, hacia el tratamiento del amor homosexual como amor simplemente, sin necesidad de etiquetas ni de tabúes absurdos. “El amor no tiene sexo, búscate a alguien que te quiera, sé feliz” es el consejo que le da un desconocido a Adèle en un bar gay, justo antes de conocer a Emma. Kechiche no solo asume y supera este consejo si no que lo plasma en una película de una belleza y una fuerza indiscutibles.

Jorge Domingo.









Ambos hemos creído encontrar tantos fotogramas bonitos de la película que quisimos adjuntar algunos aquí para enriquecer esta crítica. :)










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Neither God Forgives

Only God Forgives, Nicolas Winding Refn (2013). 






Es difícil ponerse a escribir recién salido de la sala. Uno tiene que reflexionar para llegar a lo más profundo de esta película, que encierra muchos subniveles difíciles de descubrir.
No, no es una secuela de Drive. Ésa, que debe de ser la primera pregunta de todo espectador, queda respondida al comenzar los primeros títulos del filme. 




Impacta una primera puesta en escena que puede incluso recordar a Wong Kar-wai en In the mood for love, y eso ya son palabras de otro calibre. La fotografía (dirigida por Larry Smith) abruma desde el primer minuto. Uno se ve impresionado por los eléctricos colores primarios que bañan la oscuridad de los espacios, rojo, amarillo, azul. La película está ambientada en Bangkok, y toda esa estética oriental da mucho juego a la hora de crear esos claroscuros que reinan durante todo el largometraje. Esos colores primarios, esos colores que son la esencia de lo que conocemos, nos remiten a eso mismo, lo esencial, el núcleo de la naturaleza humana, son una alegoría de lo que nos define como animales. El color rojo se superpone a todos los demás, el color rojo es el color de la violencia, del sexo, de la pasión, de la sangre. De todo aquello que nos mueve por dentro, de aquello de lo que no podemos escapar, por muy civilizados que seamos o creamos ser.
En la sombra habita lo oscuro y lo salvaje, y es esa dimensión del ser humano la que Nicolas Winding decide explorar. En el exterior de los lugares en los que transcurre la narración, si bien nunca conocemos su ubicación o su correspondencia física entre unos y otros, hay una luz brillante que parece engañar al extranjero, pero es en el interior donde la oscuridad reina. En la noche habita el horror, y es en ése territorio, limitado por la simple puesta y salida del sol, en el que la película decide indagar. 

¿Y dónde está el lugar para Ryan Gosling en todo este submundo de bajas pasiones? Ryan ya no es el samurai que lo sacrifica todo por los demás, como en Drive. Julian (Gosling) es un fugitivo que se esconde en la oscuridad de Bangkok y se dedica al tráfico de drogas, utilizando como tapadera un club de boxeo. En este ambiente se mueven prostitutas, asesinos a sueldo y hombres sedientos de venganza. En la familia de Julian comienza la rueda que nunca para de girar: su hermano viola y mata a una prostituta, el padre de la prostituta decide tomar venganza contra éste y a la vez la madre de la familia viene desde EEUU para tomar el relevo. Es decir, esa vieja historia de la mafia que tanto conocemos, pero contada como nunca y con una puesta en escena atrevida y extremadamente original y cuidada. Todos actúan de forma muy contenida y lenta, no hay casi palabras, el silencio reina en casi todo el filme exceptuando el sonido de la muerte. La elección de la música (Cliff Martinez), tan habitual en Nicolas Winding, inunda y rebasa al espectador. 
Ryan Gosling ya no es un personaje en sí mismo, el director ha escogido no aprovecharse de la tirada de Drive para hacer un Drive 2, como quizá si se haya intuido en Cruce de caminos de Derek Cianfrance; Gosling ha demostrado que es capaz de adaptar su mutismo a un sin fin de personajes de forma camaleónica.

Julian se mueve con soltura en esos espacios laberínticos que nunca reconocemos fácilmente, se mueve entre luces y sombras, en ese microuniverso que puede quizá recordar a El resplandor o el One Eyed Jacks de Twin Peaks. 



Respecto a la narración, al director le gusta jugar con lo imaginado a través del fuera de campo y los encadenados de sonido, se divierte confundiendo al espectador dando lugar a equívocos, que mantienen una tensión constante durante todo el metraje, provocando una respiración contenida continua. Parte de un argumento sumamente sencillo para acabar produciendo esa angustia en el público, que se ve atosigado por la imagen y el sonido sin saber hacia dónde va a tirar la película.

Es un filme que encierra en sí un mensaje implícito, cómo la venganza es una rueda imparable que no deja más que sufrimiento tras ella, y cómo en realidad ni siquiera Dios perdona, ya que aquí no hay lugar para el perdón, ni para el olvido.


Andrea Dorantes